Antonio Quilis.- Hace tres años visitaba Asturias y me topé con la celebración del renombrado descenso internacional del Río Sella. Más bien llegué un día después, al día siguiente de la “fiesta”. Desde luego tuvieron que ser unos festejos bastante sonados, sobre todo por el estado en el que quedó la zona de acampada y aledaños.
Mi corazón no daba crédito al ruinoso estado del recinto. Era desgarrador el ver cómo aquel campo estaba sembrado de plásticos, botellas y bolsas por doquier, había sido transformado por el “bienestar” del ser humano. No me entraba en la cabeza que, un lugar, donde se suponía que se realizaba una fiesta deportiva, lúdica, que gira en torno a un río y se supone le rinde culto (elemento clave de la Madre Naturaleza), fuera atacado de tal manera.
Hablamos de gestos. A estos campistas, por llamarlos de alguna manera, no les tembló la mano a la hora de plantar las piquetas de sus tiendas de campaña y de dejar la huella en aquel entorno. Vivieron allí unos días y no supieron ni recoger su propia inmundicia. Qué falta de tacto para quien te acoge…
Seguro que todos tenemos más ejemplos de este calibre… Las malditas colillas en la arena de la playa o, las incendiarias, en cualquier cuneta, las latas en los ríos, el macarra que lanza alegremente la bolsa de plástico en el campo…
Cambio de escenario. Estuve pasando el día en una impoluta estación de trenes madrileña observando la curiosa mecánica de depositar un desecho en una papelera. No fue mi principal labor esa jornada, pero me dediqué a observar gestos también. El cubo en cuestión estaba compartimentado en tres, con los colores correspondientes al tipo de basura que caería en ellos: naranja (orgánico), azul (papel) y amarillo (plástico).
Era curioso ver las distintas reacciones de los viajeros de Chamartín ante el hecho de depositar su desecho. La gran mayoría, por sus reacciones, esperaban un cubo, con un solo orificio donde “encestar” su residuo. Marcha hacia el cubo, acercamiento, alzada de mano y… congelación del tiro in extremis. Posteriormente, el ejercicio de ser responsable (el tirar el desperdicio a una papelera es ya un buen ejercicio de correcta ciudadanía) tomaba distintos caminos, dependiendo de las decisiones del actor.
Prácticamente todos tenían que pensar a qué color correspondía su basura. Azul, naranja, amarillo… La mano se quedaba suspendida en el aire un poco más de tiempo del “necesario”, apenas unas décimas. En una rápida contabilización mental prácticamente todos los que se paraban a pensar lograban embocar correctamente. Los que no pensaban, o no se fijaban que había que decidir, malograban el tiro, no había intención de soltar correctamente en el color correspondiente.
La diferencia entre el gesto responsable y el irresponsable estribaba en apenas unas décimas de segundo de nuestro apreciado tiempo. ¿Tanto vale nuestro tiempo?
Antonio Quilis
Director de El Mundo Ecológico